viernes, 17 de diciembre de 2010

Música:"Eerie Eden", de Indica

Indica es un grupo de Finlandia de rock sinfónico, muy melódico. Tras escuchar detenidamente su último disco (el primero cuyas letras están en inglés) me di cuenta de que estas chicas son muy buenas. Hay algunas canciones un tanto "simplillas", pero en general, "A Way Away" (así se llama el álbum) me pareció un gran trabajo. Realmente, haciendo honor a su título, su música parece llevarte lejos. Las canciones que más me gustaron fueron "Children Of Frost" y "Eerie Eden", la banda sonora perfecta para una tarde de invierno. "Children Of Frost" es más oscurilla; "Eerie Eden" no es oscura, es muy sinfónica y hermosa, tiene algo mágico, como si se tratara de un cuento de hadas, que te arrastra y, cuando la canción acaba, quieres más. Muy especial.
Aquí dejo un enlace para que quien quiera escuche "Eerie Eden"

jueves, 9 de diciembre de 2010

Música para dejarse llevar: Born To Touch Your Feelings

Una canción de Scorpions, a mi modo de ver preciosa, del Taken By Force. Tiene algo especial.


Born to touch your feelings

I was born from the sound oft he strings
For someone to give everything
To be a song just for your feeling
Close your eyes and I'll try to get in
To waken your heart like the spring
'cos I was born to touch your feelings

Steal the time, take a song and be glad
Be free as the birds, don't be sad
Your time will come. I'll make you feel it
You're still young like the sun after rain
Follow the light, it's not in vain
And you will see I'll touch your feelings.

You've got your songs, they are everyday
For a while, just the only way
To feel allright...

You were born just to lose or to win
To be someone's child in the wind
To live between your mind and feelings
Find your way, check it out, learn each day
Follow the light , it's not in vain
And you will see I'll touch your feelings.

You've got your songs, they are everyday
For a while. just the only way
To feel allright ...

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Pequeña reflexión del mediodía

¡Qué nociva es para las personas la falta de visión! Con ello no me refiero a los problemas oftalmológicos, sino a nuestra forma de ver el mundo. ¡Cuánto convencionalismo, cuánto prejuicio y de qué manera nos dejamos determinar y guiar! ¿Deberíamos, para evitar esto, cerrar los ojos, fingir ceguera y refugiarnos en la falsa inocencia? Sí, el mundo parece cegar, y realmente lo hace si no aprendemos a mirar, a mirar y a la vez ver. Tal vez todos y todas deberíamos revisar nuestra forma de percibir lo que nos rodea. Tal vez deberíamos empezar a pensar por nosotros/as mismos/as y alejarnos así de lo tópicos, obcecaciones, prejuicios y convencionalismos, que son los lastres de nuestra verdadera libertad.

lunes, 29 de noviembre de 2010

El Camino de Santiago.




En octubre, con el colegio, hicimos las últimas etapas del Camino de Santiago, desde Arzúa. Alumnos y alumnas, profes con sus respectivas familias, etc. En total, recorrimos unos cuarenta kilómetros en un par de días. Una compañera es responsable de esta grabación, que quedó genial y cuya visualización recomiendo:


Como puede verse, reinó el buen ambiente y no dormimos hasta la misa del domingo. Profesores incluidos...

La primera noche la pasamos en el club de kárate de Arzúa, donde se pudo apreciar el arte de hablar en sueños de algún compañero/a... Sí, de pronto se escuchó una voz aguda decir apresuradamente: "¡Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero!, ¡¡tengo miedo!!"

Otra anécdota graciosa ocurrió durante la última noche... un compañero salió de su habitación por la ventana, vino a la nuestra, dijimos que esperara, se fue otra vez y... un minuto después pasó por delante de nuestra ventana como un fantasma, silenciosamente, alumbrando el camino con una linterna, nuestra profesora de francés. Vaya susto que nos llevamos...

Creo que no me importaría repetirlo.


viernes, 23 de julio de 2010

El Último Pétalo: Final

Y, por fin, dejo el final de la historia para quien esté interesado en leerlo:

Aine miraba a Rind. Estaba ansiosa por saber lo que tenía que decirle. Por su parte, Rind no sabía cómo comenzar. Contar una historia no es fácil. Ambas estaban sentadas sobre la hierba, al mediodía, junto al río. Al fin, empezó a hablar:
- Mi abuela siempre nos contaba esta historia. La historia de una tierra de bardos y poetas, de músicos, armonía y esplendor… Por sus bulliciosas calles habían paseado poderosos reyes provenientes de todos los rincones del mundo, y se habían instalado los más exquisitos artesanos, pero ahora el silencio y el olvido habían caído sobre la ciudad, cual niebla sobre un valle en invierno. Pero todo no se había terminado. Escondidos en un palacio en un espejismo, en el centro de un lago, allí seguían ellos, los Grandes. Nunca me contó quiénes eran en realidad, supongo que su identidad se habrá perdido entre poesías y cuentos, pero siempre me quedó claro que eran una especie de entidades que cuidaban de la naturaleza... Al final, para darle emoción, añadía que la clave se encontraba allí, en el bosque. – Rind sonrió. – Mi hermana y yo pasábamos tardes corriendo y soñando, imaginando que llegaríamos hasta el palacio… Ella murió cuando tenía trece años. Se escapó una noche de invierno. La encontramos sin vida en el bosque. Helada…y sonriendo. – Rind se secó las lágrimas con la manga de su traje.
- Lo siento muchísimo. – se hizo un silencio denso. - Pero… ¿y el cristal?
- La abuela estaba empeñada en que provenía de la ciudad perdida. Al parecer, tenía razón.
Las estaciones se sucedieron, los campos se volvieron dorados, luego las hojas cayeron, y por fin, comenzaron las primeras nevadas. Aine seguía teniendo extraños sueños, cada vez con más frecuencia, y despertaba, inquieta, con la clara imagen de unos ojos verde azulaos clavados en ella. Al principio se los había contado a Rind, pero más tarde decidió no preocuparla. Durante aquellos meses, Rind le había enseñado un montón de cosas sobre plantas y remedios, ahora era Aine la encargada de ir al mercado de la aldea. Allí podía observar los cambios que se producían: habían llegado hombres del sur, que traían un Dios hecho hombre y crucificado, prediciendo el fin del mundo y asegurando la salvación. Por supuesto, habían sido duramente rechazados al principio, pero la curiosidad es poderosa, y ya existían pequeñísimos grupos de seguidores de aquella extraña religión. Aine no les tenía mucha simpatía, pues tenía la certeza de que tarde o temprano aquellas personas echarían abajo todas sus creencias. Rind, por el contrario, pensaba que no hacía ningún mal, siempre y cuando no fuera impuesto.
Una noche, fría y ventosa, Aine dormía, y soñaba como siempre, con aquellos ojos, que parecían perseguirla allá donde su mente viajara tras sus párpados. Despertó sin sobresaltos. Había algo en ella… en su mente. La empujó a levantarse. Se acercó a la habitación de Rind. Estaba profundamente dormida, y, a su lado, Harald roncaba dulcemente. Después se abrigó, y simplemente se dejó llevar. Fuera nevaba. No le importó. Ya no podía aguantar más. Se adentró en el bosque, tenía que volver. Era esa noche. No había Luna, Saami sonreía. No se oía nada. Aine no sabía realmente cómo, pero llegaría, todo giraba en torno a aquella noche. Tenía que verlo otra vez, tenía que saberlo… Repitió todos los pasos que había dado la otra ocasión, y cuando llegó a la villa su corazón palpitaba a un ritmo frenético. Se acercó a la torre, no prestó atención a los cristales, al hecho de que ojos relucientes la observaban desde todos los rincones oscuros.
- ¡Sé que estás ahí! ¿A qué esperas? ¡Aquí estoy!
Entonces, un montón de lobos se acercaron a ella, despacio, gruñendo y enseñando los dientes. Iban creando un círculo a su alrededor, que cerraban poco a poco. Cuando estaban a apenas medio metro de ella, comenzaron a abrir un camino y a retirarse. Las fieras volvieron a sus sombras al tiempo que él apareció. Sus ojos, de un precioso color entre azul y verde eran los mismos que la habían atormentado durante un año entero. Aquella noche pudo ver con claridad su rostro, de tez blanquecina, rasgos finos y nariz recta, un poco respingona. El pelo, rubio pajizo, lo llevaba largo y con una raya al medio, dejando la frente despejada.
- Creía que nunca vendrías. – su voz era aterciopelada y no demasiado grave, muy agradable. Le tendió su mano, de largos y finos dedos.

Rind despertó sobresaltada. Tenía la sensación de que algo iba mal. Salió del dormitorio y se dirigió con sigilo hacia la buhardilla. Allí no había nadie. Rind sintió como si le hubiesen tirado un jarro de agua fría. Volvió corriendo a la habitación. Harald seguía dormido.
-¡Despierta! – gritó. Él, tras unos segundos, la miró con los ojos entrecerrados. – Aine ha desaparecido… Creo que ha ido al bosque.
Poco después, ambos se encontraban a la puerta de casa, vestidos con cálidos abrigos de pieles y candiles en mano, dispuestos a traer de vuelta a Aine.

Estaba otra vez en aquella sala, en lo alto de la torre. Su misterioso acompañante permanecía en silencio, a la espera, apoyado en la gran mesa. Aine, con cuidado, alargó la mano y levantó el suave paño rojo. Al momento quedó al exterior lo que ocultaba: una rosa blanca. Era realmente preciosa… pero al momento, de manera inexplicable, muchos de sus pétalos comenzaron a marchitarse y a caer, hasta que sólo quedó uno.
- ¿Sabes lo qué es eso? – murmuró él, señalando la flor. - Ese pétalo es nuestra esperanza.
Aine lo miró sin comprender.
- Nosotros… Rind te contó algo. Sí, - afirmó, divertido. – dijo que los Grandes seguíamos existiendo… - ahora su tono se tornó serio. – De momento…
- ¿Qué quieres decir?
- Quiero decir que nuestra existencia depende de vosotros, los humanos. – hizo una ligera pausa. - Existimos porque creéis en nosotros. Existimos por que creéis que existimos. Y según esta regla, cuando nos dejáis de lado… desaparecemos.
Silencio. Aine lo miró. La sensación que tuvo fue de grandeza y decadencia.
- ¿Y qué tiene que ver esto con la rosa?
- El tiempo que nos queda. Al principio tuvo muchos pétalos, pero fueron cayendo uno a uno… No, no es como piensas. Fue un proceso muy largo. La religión traída del sur es sólo la gota que colmará (definitivamente) el vaso. Antes de que llegara, ya decaíamos desde hacía tiempo… la gente ya no busca la gloria de los viejos dioses guerreros, ésos fueron los primeros en caer con la consolidación de una sociedad pacífica. Luego el ser humano se volvió arrogante, ya no necesitó deidades guías; entonces se esfumaron, ¡plaf!, todos los dioses la sabiduría y el misterio, la muerte… Así fueron desapareciendo, hasta que sólo quedamos un puñado de deidades menores, encargadas de la naturaleza… No pongas esa cara, niña, esto nos llega a todos tarde o temprano. ¡Ja! Esto es nuestro Rangarok…
- ¿Por qué estoy aquí? Yo no puedo hacer nada…
- ¡Sí puedes! Cuenta tu historia, no nos olvides.
- Se perderá entre los versos de un poema olvidado, en boca de un viejo trovador… Los cristianos la cambiarán a capricho, la destruirán.
- O tal vez no.
- ¿Volveré a verte? ¿Regresaré a este lugar?
- Es posible. Todo depende de lo que creas de verdad.
Él se acercó a una de las estanterías y cogió un volumen. Apartó con suavidad la capa de polvo que lo cubría. Sus hojas estaban en blanco. Se lo tendió a Aine.
- Escribe la historia. Por favor.
Ella cogió el libro. Sus cubiertas eran de piel, y las hojas estaban en buen estado.
- ¿Sobrevivirás? – preguntó Aine.
- Sabes que el mundo ya no nos necesita. Ya llegó nuestra hora, es el anochecer. Sólo somos viejas historias que contar. No podemos luchar contra eso. – tomó la mano de ella, y cerró sobre su palma la suya, y le susurró al oído: - Siempre estaré ahí por ti. Ahora debes regresar.
Era ya cerca del alba. Ni rastro de Aine. Rind miraba hacia el cielo, inquieta. Se sentía algo culpable por haberle hablado a la muchacha del cuento de su abuela, de su hermana, del colgante. Además, existía un paralelismo preocupante entre ella y su hermana, y Rind se temía lo peor, pues Aine había pasado la noche entera en el bosque, sola. Hacía tiempo que daban vueltas y vueltas, casi sin esperanza.
- ¡Rind! – llamó de pronto Harald. - ¡Mira!
Harald señalaba hacia una silueta encapuchada, vestida de blanco, que se movía rápido, corriendo hacia ellos. Aine llegó hasta donde estaban, fatigada, con un libro bajo el brazo. Se echó a los brazos de Rind.
- Niña mía… ¿Cómo se te ocurrió hacer eso? Estábamos tan preocupados. Creíamos que te encontraríamos como a mi hermana.
- Lo siento. No tengo excusa, pero sí tanto que contarte… Os prometo que nunca volverá a pasar nada parecido.
Durante meses, Aine trabajó duramente y escribió su historia con ayuda de Rind. Y después de aquella, muchas más. Los chiquillos del pueblo frecuentaban su puesto, pidiendo historias, y ellas las inventaban. En ocasiones les hacían reír, o llorar, pero, al menos, hacían que se olvidaran de todo por un momento, que sus ojos se llenaran de ilusión y soñaran con palacios de plata y cristal.

jueves, 22 de julio de 2010

Continuación El Último Pétalo

Dejo la continuación de El Último Pétalo.

Lo último que esperaba encontrar Harald aquella mañana era eso exactamente. Había salido temprano, cuando el cielo estaba despejado y parecía que el temporal había dado una pequeña tregua, a buscar leña al bosque, cuando se encontró con una muchacha tirada en la nieve, inconsciente y ardiendo de fiebre. No podía dejarla allí, así que la cogió en brazos, y haciendo un pequeño esfuerzo la llevó hasta su casa, donde lo esperaba Rind, su esposa. Ella era la persona más indicada para cuidar de la desconocida, pues pocas personas eran más sabias que su esposa, quien conocía los secretos de las plantas y del ser humano. Sin pensarlo, la acogió en su casa, la cuidó y la veló largas noches, en las que Aine se removía en sueños y no paraba de repetir cosas sobre ojos brillantes en la oscuridad, extraños cristales y barcos. Aun así, a la semana de su estancia en la casa, Aine apenas estaba despierta unos minutos, y no era capaz de percibir nada de la realidad, por lo que volvía a sumirse en un sueño pesado e intranquilo. Poco a poco la fiebre fue bajando, y las visitas a la realidad de la enferma fueron haciéndose más largas y uniformes. Aine oía como Rind le hablaba y la llamaba por su nombre, sacándola de aquellas terribles pesadillas. No le hacían demasiadas preguntas, y pasaba gran parte del tiempo observando cómo Rind escribía en un gran libro. Era una mujer bastante alta, de pelo castaño claro, recogido en una trenza. Sus ojos negros, profundos, penetrantes, parecían fuentes de inagotable sabiduría. En otras ocasiones miraba por la ventana, prestando atención a Harald, robusto, castaño, de ojos azules y semblante cálido y alegre, mientras hacía leña, o afilaba sus hachas. Ambos le recordaron a su propia familia, a la familia que una vez había tenido, y una punzada de dolor le atravesó el corazón, como si le hubieran clavado una aguja gélida. ¿Qué le ocurriría una vez recuperada? No tenía a dónde ir. Lo había perdido todo aquella terrífica noche, en la que su pequeño pueblo había sido reducido a cenizas por parte de los gautas, sanguinarios y avariciosos guerreros, provenientes de Gautlandia. Llegaron en silencio, por la costa, amparados por el silencio nocturno y la niebla. Desembarcaron los hombres altos de mirada gélida y vacía, gris como una mañana de invierno. Rápidos como el rayo acometieron sin piedad su tarea: matar, saquear, quemar. Ella y su hermano habían conseguido huir, pero él cayó al recibir una flecha. Aine se ocultó en un lo alto de un árbol para pasar lo que quedaba de noche. Cuando el pueblo había sido historia, pudo escuchar los cánticos de los ebrios soldados, que festejaban con los alimentos y bebida que tanto les había costado conseguir. Por la mañana brillaban aún las hogueras, y la pequeña aldea era un campo de cuervos. De este modo había comenzado su huida por el bosque.
- ¿En qué piensas? – preguntó Rind, sacándola de sus cavilaciones.
Aine, que ya no podía aguantar más aquel dolor, le contó cómo se había quedado sin nadie, pero no narró lo que le había ocurrido en el bosque, pues temía que creyese que se trataba sólo de un delirio a causa de la fiebre. Momentos más tarde, Rind salió de la habitación, y Aine pudo oírla hablando en susurros con Harald. Al poco tiempo, volvió.
- No te preocupes. Puedes quedarte con nosotros. Nunca viene mal algo de ayuda. – declaró, sonriendo.
Tardó un momento en asimilarlo. No podía creérselo.
- Yo… no sé qué decir. No quisiera ser una molestia… – de pronto tenía la garganta seca, y su voz le sonó algo pastosa. Vio a Rind poner los brazos en jarras y chasquear la lengua y añadió: - ¡Muchísimas gracias!

El invierno dio paso a la primavera, y Aine, ya recuperada, ayudaba a recolectar la primera cosecha. Harald la había ayudado a convertir el desván en un acogedor habitáculo, y Rind le había hecho varias prendas de vestir en sus ratos libres, es decir, cuando no estaba en el mercado del pueblo vendiendo sus remedios o atendiendo el huerto. Aquella noche, mientras preparaba la cena, se fijó que Rind llevaba colgado un trozo de cristal azulado y transparente, del tamaño de su dedo meñique.
- ¿Puedo hacerte una pregunta? – murmuró, sin apartar los ojos del colgante.
- Claro.
- ¿Dónde encontraste ese cristal?
Rind no respondió enseguida.
- No es nada…Vamos, ayúdame a servir la cena. – dijo, dándole la espalda.
Esa misma noche, cuando Aine estaba quedándose dormida, oyó que alguien se acercaba. Era Rind. Le hizo un gesto para que se levantara y la siguiera. Se dirigieron al exterior. El aire era fresco, y removía las hojas del bosque, situado enfrente de la casa. La luna iluminaba tenuemente el vestido de Rind, que estaba de espaldas a Aine, mirando el boscaje.
- El bosque oculta muchos secretos. – se volvió hacia ella. – Este cristal no es muy común, y tú sabes de dónde viene, ¿no es así?
Aine asintió.
- ¿Por qué no me dijiste nada? Tenías miedo de que no te creyera. Aine… Sin duda tardé un montón en darme cuenta. ¿Hasta dónde llegaste?
- Hasta un gran salón donde había varios sillones de madera.
Silencio. Rind se aproximó a Aine, y, cogiendo sus manos, le entregó su colgante.
- Era de mi madre. Solía pasar de madre a hija, pero yo no puedo dárselo a la mía, pues es imposible que tenga… Te lo entrego a ti. Ahora vete a dormir.
- Pero…
- Las explicaciones vendrán más tarde. A dormir.
No pudo pegar ojo en toda la noche. En su mente se mezclaban las imágenes: su hermano, la torre blanca, los ojos…

Aine estaba echada sobre un suelo de piedra, sola. Miró a su alrededor, aturdida. Sólo pudo deducir una cosa: no sabía dónde se encontraba. A un lado había unas escaleras de caracol, que subían y subían. Aine las siguió, hasta llegar a una puerta de madera. La empujó con suavidad, y esta se abrió sin hacer ruido. La sala a la que llegó tenía varias ventanas enormes, algunas estanterías llenas de pergaminos polvorientos y manuscritos. Varias lámparas de forja colgaban del techo. En el centro se encontraba una mesa, y había algo sobre ella, pero estaba cubierto por un paño rojo. Al aproximarse para ver qué se ocultaba bajo la tela, despertó.

miércoles, 21 de julio de 2010

El Último Pétalo

Dejo ahí parte de este relato para quien quiera leerlo. Como es de presuponer en mí, intenté que tuviera cierto aire del norte.

El último pétalo

Aine se había perdido. El bosque se extendía a su alrededor, interminable. Si al menos estuviese allí su hermano… con él lo había atravesado más de una vez, mientras jugaban sin preocupaciones las doradas tardes de otoño. Caminó esta vez sola, entre altos y ahora desnudos árboles, oscuros y silenciosos, con suave y fría nieve cayendo sobre su cabello carmesí. Reinaba allí una tranquilidad incómoda. Llegó a un pequeño claro, donde no había estado nunca. Allí había erguido lo que parecía un monumento megalítico. Al aproximarse distinguió unos grabados en la piedra. Los reconoció pronto: eran runas. Su hermano le había enseñado a no perder sus raíces. El mensaje que pudo leer era el modo de llegar a una aldea edificada dentro del bosque, y decía así: “Camina en línea recta hacia el Norte, no mires atrás. Al llegar a la puerta cierra los ojos y sigue el canto del mensajero de” La inscripción se interrumpía abruptamente. Aun así, Aine no tenía nada que perder, de modo que puso rumbo al norte. Tras unos minutos caminando sintió un gruñido tras ella. Y pasos. Se le pusieron los pelos de punta, venían a por ella, pero siguió marchando. El sonido de las pisadas se acercaba, y cada vez parecía haber más. Estuvo tentada a darse la vuelta, pero sabía que no debía hacerlo, así que se tapó los oídos e ignoró todo lo que no estuviese ante ella. En ningún momento vio ninguna puerta, aunque sí dos fresnos cuyas ramas se entrelazaban. Debía ser eso. Ya no se oía absolutamente nada. Cerró los ojos, y al momento la atmósfera vacía se llenó de cantos de pájaros: mirlos, lechuzas, águilas… Cada uno parecía llevarla a una dirección. Aquello no le servía de nada, lo que buscaba era un cuervo. Tal vez se había equivocado, después de todo. Con los ojos aún cerrados se sentó bajo uno de los fresnos, estaba cansada. Al poco tiempo lo oyó. El graznido rasgó el aire, rompiendo la armonía y callando los demás cantos. Aine, esperanzada, lo siguió. No había sido la pátina del tiempo lo que había borrado parte de la inscripción de la estela, simplemente era inexistente. Aquella ausencia representaba a Odín, cuyo mensajero era un cuervo. Así, Aine siguió el sonido del ave durante mucho tiempo, hasta que una ráfaga de viento frío azotó su cara y cesó. Abrió los ojos entonces, y comprobó que se encontraba sobre una loma, a las afueras de una villa. Por un momento quiso saltar de alegría, sus problemas estarían resueltos, aquella noche podría dormir en una cama y, tras preguntar a los vecinos, podría encontrar el camino correcto para volver a casa; pero la euforia fue efímera. Las casas de piedra gris tenían las puertas y ventanas tapiadas, y sólo unas cuantas conservaban su tejado entero. Una aldea fantasma. Ruinas y silencio. Descorazonada, Aine se dio la vuelta, dispuesta a marcharse por donde había venido, pero pudo percibir varios destellos en la oscura espesura. Ojos brillantes entre las sombras del bosque.
Anochecía ya, por lo que lo más prudente que pudo hacer fue buscar un refugio para pasar la noche.
Era de noche, y Aine estaba acurrucada en el portal de un caserón, helada y muerta de hambre. No había encontrado un lugar mejor. Había paseado durante un rato por la aldea y el único edificio que se conservaba en buenas condiciones era una alta torre, blanca, de tejado azul y sin puertas, con tan sólo un puñado de ventanas en los pisos superiores. Hacia el oeste se extendía un gran lago de aguas oscuras, calmadas, profundas. Y luego el bosque y sus criaturas entre las sombras… El viento, endiablado y gélido, soplaba y corría entre las calles vacías del pueblo abandonado, silbando y removiendo la nieve; y a Aine se le antojaban las ánimas en tormento de los que una vez habían sido los pobladores del lugar. No había Luna esa noche, pero siempre quedaba Saami, la enorme estrella blanca que guiaba al Norte. Y en aquel momento parecía poder competir en brillo con la poderosa (y ausente) Luna. Algo resplandeció de pronto en la calle, ante ella. Con curiosidad, ella se levantó y fue a coger una pequeña muestra. Se trataba de unos cristales, los más grandes no alcanzaban la altura de su dedo meñique, que parecían reflejar el brillo de la estrella-guía. Jamás había visto nada parecido, de un color entre azul y blanco, y extrañamente cálidos, muy agradables al tacto. Aine sonrió. Inexplicablemente se sentía mucho mejor. Al darse la vuelta comprobó que había muchos más, y que formaban una especie de sendero que conducía hacia el lago. Con curiosidad, lo siguió. Al llegar a la orilla, la imagen que quedó grabada en su retina parecía sacada de otro mundo: los cristales, mucho mayores, desprendiendo aquel brillo sobrenatural, formaban un puente que conducía hacia el centro del lago… donde se encontraba un palacio resplandeciente como Saami, que parecía estar hecho de cristal y plata. Aine, amante de las leyendas y quimeras, dio un paso a delante. Y el puente de luz se mantuvo. Instintivamente, se volvió hacia la torre y pudo distinguir durante un instante unos ojos verdeazulados en la más alta de las ventanas, fijos en ella, que luego desaparecieron. Continuó, ya no tenía frío, abrigada por aquel albor. Después de unos minutos, llegó a las puertas de la maravillosa edificación, que estaban abiertas y atravesó. Ante ella ahora se extendía un amplio corredor, repleto de espejos e impresionantes ornamentos hechos a base de cristal. Aine caminaba como si parte de su mente estuviese dormida, y una neblina de ensueño lo cubría todo. Tras atravesar un enorme arco de plata llegó a un gran salón, lleno de columnas de extrañas y caprichosas formas, tapices realizados con incomparable maestría y lámparas que combinaban delicado cristal y la tosca forja. Al fondo, sobre una escalinata se encontraban varios sillones, y cerca de ellos, varias figuras que a Aine se le tornaban borrosas y confusas. Se acercó más, y cuando llegó al pie de la escalera, el velo que lo cubría todo se desplomó, y lo último que vio fue un par de ojos de un color entre azul verdoso enfrente de ella. Luego todo fueron sombras.

jueves, 25 de marzo de 2010

Haikus de primavera

"En lo más alto del techo
un poco de sol pálido
frescor de la tarde"

"Despierta, despierta
te tomo como amiga
mariposa"

"Un leve instante
se retrasa sobre las flores
un claro de luna"

"Luna veloz
las copas de los árboles
retienen la lluvia"

"El ruido de alguien
somándose la nariz
ciruelo en flor"

lunes, 15 de marzo de 2010

Un poema

Como estatuas de piedra, como estatuas quedemos
allá en el horizonte en que nada se escribe,
en que nada se explica, en que nadie responde.
Quedémonos como muy leve música barroca,
quedemos como queda el eco de un poema,
la penumbra callada de un Vermeer apacible.
Quedémonos con la vista sellada en lo lejano.
Que los árboles crezcan, y discurran los ríos,
y corra nuestra sangre como materia extraña
sin saber ni sentir, sin comprender ni ver,
quedemos en el tiempo,
conciencia sin objeto, sin acción,
al fin quedemos.
Como la estatua queda
(mirando sin mirada un eterno horizonte)
en sellado silencio quedemos, quede el alma.
Alfonso Váquez Alonso.

lunes, 15 de febrero de 2010

Los primeros y temblorosos pasos...

Pocas cosas más embarazosas hay que no saber qué decir, o enfrentarte a una página en blanco... Bueno, esto último puede cambiar, y convertirse en algo interesante. Por mi parte, opto por lo segundo.
Mi nombre es Nienor y me gustaría llevar un blog que no estuviese especializado en ningún campo, porque creo que no dispongo de conocimientos suficientes como para permitirme ese lujo, por lo tanto, trataré distintos temas.