viernes, 23 de julio de 2010

El Último Pétalo: Final

Y, por fin, dejo el final de la historia para quien esté interesado en leerlo:

Aine miraba a Rind. Estaba ansiosa por saber lo que tenía que decirle. Por su parte, Rind no sabía cómo comenzar. Contar una historia no es fácil. Ambas estaban sentadas sobre la hierba, al mediodía, junto al río. Al fin, empezó a hablar:
- Mi abuela siempre nos contaba esta historia. La historia de una tierra de bardos y poetas, de músicos, armonía y esplendor… Por sus bulliciosas calles habían paseado poderosos reyes provenientes de todos los rincones del mundo, y se habían instalado los más exquisitos artesanos, pero ahora el silencio y el olvido habían caído sobre la ciudad, cual niebla sobre un valle en invierno. Pero todo no se había terminado. Escondidos en un palacio en un espejismo, en el centro de un lago, allí seguían ellos, los Grandes. Nunca me contó quiénes eran en realidad, supongo que su identidad se habrá perdido entre poesías y cuentos, pero siempre me quedó claro que eran una especie de entidades que cuidaban de la naturaleza... Al final, para darle emoción, añadía que la clave se encontraba allí, en el bosque. – Rind sonrió. – Mi hermana y yo pasábamos tardes corriendo y soñando, imaginando que llegaríamos hasta el palacio… Ella murió cuando tenía trece años. Se escapó una noche de invierno. La encontramos sin vida en el bosque. Helada…y sonriendo. – Rind se secó las lágrimas con la manga de su traje.
- Lo siento muchísimo. – se hizo un silencio denso. - Pero… ¿y el cristal?
- La abuela estaba empeñada en que provenía de la ciudad perdida. Al parecer, tenía razón.
Las estaciones se sucedieron, los campos se volvieron dorados, luego las hojas cayeron, y por fin, comenzaron las primeras nevadas. Aine seguía teniendo extraños sueños, cada vez con más frecuencia, y despertaba, inquieta, con la clara imagen de unos ojos verde azulaos clavados en ella. Al principio se los había contado a Rind, pero más tarde decidió no preocuparla. Durante aquellos meses, Rind le había enseñado un montón de cosas sobre plantas y remedios, ahora era Aine la encargada de ir al mercado de la aldea. Allí podía observar los cambios que se producían: habían llegado hombres del sur, que traían un Dios hecho hombre y crucificado, prediciendo el fin del mundo y asegurando la salvación. Por supuesto, habían sido duramente rechazados al principio, pero la curiosidad es poderosa, y ya existían pequeñísimos grupos de seguidores de aquella extraña religión. Aine no les tenía mucha simpatía, pues tenía la certeza de que tarde o temprano aquellas personas echarían abajo todas sus creencias. Rind, por el contrario, pensaba que no hacía ningún mal, siempre y cuando no fuera impuesto.
Una noche, fría y ventosa, Aine dormía, y soñaba como siempre, con aquellos ojos, que parecían perseguirla allá donde su mente viajara tras sus párpados. Despertó sin sobresaltos. Había algo en ella… en su mente. La empujó a levantarse. Se acercó a la habitación de Rind. Estaba profundamente dormida, y, a su lado, Harald roncaba dulcemente. Después se abrigó, y simplemente se dejó llevar. Fuera nevaba. No le importó. Ya no podía aguantar más. Se adentró en el bosque, tenía que volver. Era esa noche. No había Luna, Saami sonreía. No se oía nada. Aine no sabía realmente cómo, pero llegaría, todo giraba en torno a aquella noche. Tenía que verlo otra vez, tenía que saberlo… Repitió todos los pasos que había dado la otra ocasión, y cuando llegó a la villa su corazón palpitaba a un ritmo frenético. Se acercó a la torre, no prestó atención a los cristales, al hecho de que ojos relucientes la observaban desde todos los rincones oscuros.
- ¡Sé que estás ahí! ¿A qué esperas? ¡Aquí estoy!
Entonces, un montón de lobos se acercaron a ella, despacio, gruñendo y enseñando los dientes. Iban creando un círculo a su alrededor, que cerraban poco a poco. Cuando estaban a apenas medio metro de ella, comenzaron a abrir un camino y a retirarse. Las fieras volvieron a sus sombras al tiempo que él apareció. Sus ojos, de un precioso color entre azul y verde eran los mismos que la habían atormentado durante un año entero. Aquella noche pudo ver con claridad su rostro, de tez blanquecina, rasgos finos y nariz recta, un poco respingona. El pelo, rubio pajizo, lo llevaba largo y con una raya al medio, dejando la frente despejada.
- Creía que nunca vendrías. – su voz era aterciopelada y no demasiado grave, muy agradable. Le tendió su mano, de largos y finos dedos.

Rind despertó sobresaltada. Tenía la sensación de que algo iba mal. Salió del dormitorio y se dirigió con sigilo hacia la buhardilla. Allí no había nadie. Rind sintió como si le hubiesen tirado un jarro de agua fría. Volvió corriendo a la habitación. Harald seguía dormido.
-¡Despierta! – gritó. Él, tras unos segundos, la miró con los ojos entrecerrados. – Aine ha desaparecido… Creo que ha ido al bosque.
Poco después, ambos se encontraban a la puerta de casa, vestidos con cálidos abrigos de pieles y candiles en mano, dispuestos a traer de vuelta a Aine.

Estaba otra vez en aquella sala, en lo alto de la torre. Su misterioso acompañante permanecía en silencio, a la espera, apoyado en la gran mesa. Aine, con cuidado, alargó la mano y levantó el suave paño rojo. Al momento quedó al exterior lo que ocultaba: una rosa blanca. Era realmente preciosa… pero al momento, de manera inexplicable, muchos de sus pétalos comenzaron a marchitarse y a caer, hasta que sólo quedó uno.
- ¿Sabes lo qué es eso? – murmuró él, señalando la flor. - Ese pétalo es nuestra esperanza.
Aine lo miró sin comprender.
- Nosotros… Rind te contó algo. Sí, - afirmó, divertido. – dijo que los Grandes seguíamos existiendo… - ahora su tono se tornó serio. – De momento…
- ¿Qué quieres decir?
- Quiero decir que nuestra existencia depende de vosotros, los humanos. – hizo una ligera pausa. - Existimos porque creéis en nosotros. Existimos por que creéis que existimos. Y según esta regla, cuando nos dejáis de lado… desaparecemos.
Silencio. Aine lo miró. La sensación que tuvo fue de grandeza y decadencia.
- ¿Y qué tiene que ver esto con la rosa?
- El tiempo que nos queda. Al principio tuvo muchos pétalos, pero fueron cayendo uno a uno… No, no es como piensas. Fue un proceso muy largo. La religión traída del sur es sólo la gota que colmará (definitivamente) el vaso. Antes de que llegara, ya decaíamos desde hacía tiempo… la gente ya no busca la gloria de los viejos dioses guerreros, ésos fueron los primeros en caer con la consolidación de una sociedad pacífica. Luego el ser humano se volvió arrogante, ya no necesitó deidades guías; entonces se esfumaron, ¡plaf!, todos los dioses la sabiduría y el misterio, la muerte… Así fueron desapareciendo, hasta que sólo quedamos un puñado de deidades menores, encargadas de la naturaleza… No pongas esa cara, niña, esto nos llega a todos tarde o temprano. ¡Ja! Esto es nuestro Rangarok…
- ¿Por qué estoy aquí? Yo no puedo hacer nada…
- ¡Sí puedes! Cuenta tu historia, no nos olvides.
- Se perderá entre los versos de un poema olvidado, en boca de un viejo trovador… Los cristianos la cambiarán a capricho, la destruirán.
- O tal vez no.
- ¿Volveré a verte? ¿Regresaré a este lugar?
- Es posible. Todo depende de lo que creas de verdad.
Él se acercó a una de las estanterías y cogió un volumen. Apartó con suavidad la capa de polvo que lo cubría. Sus hojas estaban en blanco. Se lo tendió a Aine.
- Escribe la historia. Por favor.
Ella cogió el libro. Sus cubiertas eran de piel, y las hojas estaban en buen estado.
- ¿Sobrevivirás? – preguntó Aine.
- Sabes que el mundo ya no nos necesita. Ya llegó nuestra hora, es el anochecer. Sólo somos viejas historias que contar. No podemos luchar contra eso. – tomó la mano de ella, y cerró sobre su palma la suya, y le susurró al oído: - Siempre estaré ahí por ti. Ahora debes regresar.
Era ya cerca del alba. Ni rastro de Aine. Rind miraba hacia el cielo, inquieta. Se sentía algo culpable por haberle hablado a la muchacha del cuento de su abuela, de su hermana, del colgante. Además, existía un paralelismo preocupante entre ella y su hermana, y Rind se temía lo peor, pues Aine había pasado la noche entera en el bosque, sola. Hacía tiempo que daban vueltas y vueltas, casi sin esperanza.
- ¡Rind! – llamó de pronto Harald. - ¡Mira!
Harald señalaba hacia una silueta encapuchada, vestida de blanco, que se movía rápido, corriendo hacia ellos. Aine llegó hasta donde estaban, fatigada, con un libro bajo el brazo. Se echó a los brazos de Rind.
- Niña mía… ¿Cómo se te ocurrió hacer eso? Estábamos tan preocupados. Creíamos que te encontraríamos como a mi hermana.
- Lo siento. No tengo excusa, pero sí tanto que contarte… Os prometo que nunca volverá a pasar nada parecido.
Durante meses, Aine trabajó duramente y escribió su historia con ayuda de Rind. Y después de aquella, muchas más. Los chiquillos del pueblo frecuentaban su puesto, pidiendo historias, y ellas las inventaban. En ocasiones les hacían reír, o llorar, pero, al menos, hacían que se olvidaran de todo por un momento, que sus ojos se llenaran de ilusión y soñaran con palacios de plata y cristal.

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