jueves, 22 de julio de 2010

Continuación El Último Pétalo

Dejo la continuación de El Último Pétalo.

Lo último que esperaba encontrar Harald aquella mañana era eso exactamente. Había salido temprano, cuando el cielo estaba despejado y parecía que el temporal había dado una pequeña tregua, a buscar leña al bosque, cuando se encontró con una muchacha tirada en la nieve, inconsciente y ardiendo de fiebre. No podía dejarla allí, así que la cogió en brazos, y haciendo un pequeño esfuerzo la llevó hasta su casa, donde lo esperaba Rind, su esposa. Ella era la persona más indicada para cuidar de la desconocida, pues pocas personas eran más sabias que su esposa, quien conocía los secretos de las plantas y del ser humano. Sin pensarlo, la acogió en su casa, la cuidó y la veló largas noches, en las que Aine se removía en sueños y no paraba de repetir cosas sobre ojos brillantes en la oscuridad, extraños cristales y barcos. Aun así, a la semana de su estancia en la casa, Aine apenas estaba despierta unos minutos, y no era capaz de percibir nada de la realidad, por lo que volvía a sumirse en un sueño pesado e intranquilo. Poco a poco la fiebre fue bajando, y las visitas a la realidad de la enferma fueron haciéndose más largas y uniformes. Aine oía como Rind le hablaba y la llamaba por su nombre, sacándola de aquellas terribles pesadillas. No le hacían demasiadas preguntas, y pasaba gran parte del tiempo observando cómo Rind escribía en un gran libro. Era una mujer bastante alta, de pelo castaño claro, recogido en una trenza. Sus ojos negros, profundos, penetrantes, parecían fuentes de inagotable sabiduría. En otras ocasiones miraba por la ventana, prestando atención a Harald, robusto, castaño, de ojos azules y semblante cálido y alegre, mientras hacía leña, o afilaba sus hachas. Ambos le recordaron a su propia familia, a la familia que una vez había tenido, y una punzada de dolor le atravesó el corazón, como si le hubieran clavado una aguja gélida. ¿Qué le ocurriría una vez recuperada? No tenía a dónde ir. Lo había perdido todo aquella terrífica noche, en la que su pequeño pueblo había sido reducido a cenizas por parte de los gautas, sanguinarios y avariciosos guerreros, provenientes de Gautlandia. Llegaron en silencio, por la costa, amparados por el silencio nocturno y la niebla. Desembarcaron los hombres altos de mirada gélida y vacía, gris como una mañana de invierno. Rápidos como el rayo acometieron sin piedad su tarea: matar, saquear, quemar. Ella y su hermano habían conseguido huir, pero él cayó al recibir una flecha. Aine se ocultó en un lo alto de un árbol para pasar lo que quedaba de noche. Cuando el pueblo había sido historia, pudo escuchar los cánticos de los ebrios soldados, que festejaban con los alimentos y bebida que tanto les había costado conseguir. Por la mañana brillaban aún las hogueras, y la pequeña aldea era un campo de cuervos. De este modo había comenzado su huida por el bosque.
- ¿En qué piensas? – preguntó Rind, sacándola de sus cavilaciones.
Aine, que ya no podía aguantar más aquel dolor, le contó cómo se había quedado sin nadie, pero no narró lo que le había ocurrido en el bosque, pues temía que creyese que se trataba sólo de un delirio a causa de la fiebre. Momentos más tarde, Rind salió de la habitación, y Aine pudo oírla hablando en susurros con Harald. Al poco tiempo, volvió.
- No te preocupes. Puedes quedarte con nosotros. Nunca viene mal algo de ayuda. – declaró, sonriendo.
Tardó un momento en asimilarlo. No podía creérselo.
- Yo… no sé qué decir. No quisiera ser una molestia… – de pronto tenía la garganta seca, y su voz le sonó algo pastosa. Vio a Rind poner los brazos en jarras y chasquear la lengua y añadió: - ¡Muchísimas gracias!

El invierno dio paso a la primavera, y Aine, ya recuperada, ayudaba a recolectar la primera cosecha. Harald la había ayudado a convertir el desván en un acogedor habitáculo, y Rind le había hecho varias prendas de vestir en sus ratos libres, es decir, cuando no estaba en el mercado del pueblo vendiendo sus remedios o atendiendo el huerto. Aquella noche, mientras preparaba la cena, se fijó que Rind llevaba colgado un trozo de cristal azulado y transparente, del tamaño de su dedo meñique.
- ¿Puedo hacerte una pregunta? – murmuró, sin apartar los ojos del colgante.
- Claro.
- ¿Dónde encontraste ese cristal?
Rind no respondió enseguida.
- No es nada…Vamos, ayúdame a servir la cena. – dijo, dándole la espalda.
Esa misma noche, cuando Aine estaba quedándose dormida, oyó que alguien se acercaba. Era Rind. Le hizo un gesto para que se levantara y la siguiera. Se dirigieron al exterior. El aire era fresco, y removía las hojas del bosque, situado enfrente de la casa. La luna iluminaba tenuemente el vestido de Rind, que estaba de espaldas a Aine, mirando el boscaje.
- El bosque oculta muchos secretos. – se volvió hacia ella. – Este cristal no es muy común, y tú sabes de dónde viene, ¿no es así?
Aine asintió.
- ¿Por qué no me dijiste nada? Tenías miedo de que no te creyera. Aine… Sin duda tardé un montón en darme cuenta. ¿Hasta dónde llegaste?
- Hasta un gran salón donde había varios sillones de madera.
Silencio. Rind se aproximó a Aine, y, cogiendo sus manos, le entregó su colgante.
- Era de mi madre. Solía pasar de madre a hija, pero yo no puedo dárselo a la mía, pues es imposible que tenga… Te lo entrego a ti. Ahora vete a dormir.
- Pero…
- Las explicaciones vendrán más tarde. A dormir.
No pudo pegar ojo en toda la noche. En su mente se mezclaban las imágenes: su hermano, la torre blanca, los ojos…

Aine estaba echada sobre un suelo de piedra, sola. Miró a su alrededor, aturdida. Sólo pudo deducir una cosa: no sabía dónde se encontraba. A un lado había unas escaleras de caracol, que subían y subían. Aine las siguió, hasta llegar a una puerta de madera. La empujó con suavidad, y esta se abrió sin hacer ruido. La sala a la que llegó tenía varias ventanas enormes, algunas estanterías llenas de pergaminos polvorientos y manuscritos. Varias lámparas de forja colgaban del techo. En el centro se encontraba una mesa, y había algo sobre ella, pero estaba cubierto por un paño rojo. Al aproximarse para ver qué se ocultaba bajo la tela, despertó.

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