miércoles, 9 de marzo de 2011

Voces en el viento

Una tarde de otoño. Cielo gris. El caminante echó un vistazo al camino que se extendía frente a él: una línea recta bordeada por árboles cuyas hojas se balanceaban, amenzando con dejarlos totalmente desnudos. Esto le pareció un reflejo de su alma, el alma inquieta de aquel que busca respuestas, que busca un sentido último para su existencia monótona y lineal. ¿Cuál era el destino al que le conducía aque sendero? ¿Lo guiaba realmente a alguna parte? ¡Qué tontería! Todos los caminos llevan a algún lugar, ¿no? Si no fuese así, ¿de qué servirían? Suspirando, el caminante se abrochó el abrigo. Aunque no llegaba a los cincuenta años, sus manos, hábiles, parecían gastadas. De pronto, sobrevino un fuerte vendaval. Él se detuvo. Le llamaba la atención como las hojas danzaban en las ramas de los árboles. Una danza peligrosa. Se dio cuenta de que, en realidad, no era eso lo que había llamado su atención, no era nada que pudiera verse, si bien podía sentirse: era el viento en sí. En él bailaba una melodía lejana, semejante a un coro grandioso, que cada vez se acercaba más. Las voces se volvían más y más fuertes, formando un torbellino de cánticos, gritos de horror y júbilo, llantos, murmullos y susurros que se entremezclaban en una sinfonía maravillosa. ¿Era el viento el que dirigía la sinfonía, o era la sinfonía la que dirigía al viento? Sea como fuere, se trataba de un espectáculo impresionante, y su peligrosa belleza puso los pelos de punta al caminante, que gritó:
- ¡Es el arte! ¡El arte, que hace llevadera nuestra existencia! ¡Es el arte, que engrandece nuestro espíritu! ¡El arte, que da significado a nuestra vida!
El coro del viento aulló, como si celebrase sus palabras.
- ¡El mundo es una caja de música! ¡La vida es solo un lienzo! - continuó, con pasión. Rompió a reír y el viento se llevó su risa. Ésta pasó a formar parte de la sinfonía de la tempestad, que era cada vez más intensa, más caótica, más hermosa. Sus brazos etéreos le quitaron el sombrero. Los árboles temblaron cuando sus últimas hojas los abandonaron. Miles de hojas marchitas se elevaron hacia el cielo, en un remolino semejante a un tornado. El hombre, extasiado, cerró los ojos. Podía sentir sobre sus labios el beso del viento. De repente, todo cesó. El caminante recogió su sombrero y, tranquilamente, continuó con su camino bajo una lluvia de hojas secas.

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