Había
reflexionado sobre ello demasiado tiempo. Su rostro era un espejo de férrea
decisión y grave gesto; labios apretados y ojos fijos en el espacio, al frente.
El aire, cálido, no se movía, indiferente. Su sombra se dibujaba, tras sí,
sobre la hierba. Repasó una vez más su vida. Había sido un éxito rotundo. Lo había tenido todo.
Había perseguido un Ideal y lo había alcanzado. Había fascinado al mundo y
seducido a sus habitantes. Había poseído la más alta Sabiduría, contemplado el
rostro de la Belleza y hecho que el Poder, la Fortuna y el Deseo descansasen
sobre sus rodillas. Sin embargo, en su alma había nacido un dolor desconocido. Una pregunta, una duda, un enigma. ¿Ahora qué? La Felicidad le era huidiza. Había
sido el camino y no la meta lo que le daba fuerza. Cada día existía ahora sin
vivir, sin ilusión, sin ideal. Cada hora era un vacío insoldable, un terrible
hastío, un insoportable recordatorio de que nada le quedaba por saber ni hacer.
¿De qué servía continuar su existencia de aquella forma?
Una mañana,
mientras descansaba en la alcoba, tomó una decisión. El último sol del verano se
adivinaba detrás de las cortinas escarlata, y un aroma a incienso reinaba en el
ambiente. Sin despertar a sus amantes, que yacían aquí y allá despreocupada y dulcemente, se lavó y vistió, con uno de sus atuendos más sencillos. Dejó
abierto el enorme cofre con sus alhajas
dentro y se escabulló del enorme dormitorio. Luego, se dirigió a la biblioteca,
en el ala este del palacio, el lugar donde impartía sus clases. Estudiantes y
sabios acudían cada día a oír su palabra. Reinaba el silencio, pero los muros
habían guardado bien el recuerdo de sus apasionadas disertaciones. Sobre su
mesa depositó un manuscrito y abandonó la estancia, dejando la puerta abierta
tras sí. Paseó después por el magnífico jardín, donde crecían flores
exuberantes y embriagadoras durante todo el año y habitaban hermosos pavos
reales. Salió de su casa, y caminó por
la ciudad, aquella ciudad que le adoraba como a una deidad y que se había
sometido, como a todo el reino, a su voluntad. Sus pasos le llevaron fuera de
los muros, hacia la alta y escarpada pendiente sobre el río. Allí encendió una
hoguera y quemó todos sus escritos. Cuando la última palabra se hubo consumido,
avanzó con decisión. Anochecía ya. Abajo, la corriente se agitaba repetitivamente.
La muerte
era lo único que le quedaba por vivir.
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